Silbando
Ella le pedía
con honda tristeza:
-No silbes, Lisandro.
¿No ves que silbando me apenas?
¡Si tienes un silbo, entre dientes,
que en vez de tonada
parece un llorare,
parece una queja!
Con este tu silbo,
Lisandro, ¿te acuerdas?,
marchabas de niño a los cerros;
y en tus soledades,
con cabras y piedras,
pasabas, silbando, silbando,
las horas enteras.
Con ese tu silbo
que me desespera,
te vide ya hombre,
en busca´e cariño
llegar a mi puerta.
Con ese tu silbo
te vide alejarte
dejándome sola
y llena´e vergüenza.
Con ese tu silbo
te vide ayer tarde
llegar por la güeya,
cruzado en la cruz de tu bayo
trayendo a nuestro hijo
como una maleta...
Y allí lo enterraste,
silbando, silbando,
juntito a la tumba
de tu pobre vieja...
No silbes, Lisandro,
¡Por Dios, te lo pido!
¿No ves que al oirte
silbando, silbando,
el alma presiente
desgracias muy negras?
No silbes, Lisandro,
que, en vez de tonada, tus silbos
parecen que fueran
aullidos de perro
que nos anunciaran
una mala nueva.
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Y él indiferente,
silbando, silbando
entre dientes
oía a la pobre...
como si lloviera.
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Le mataron un hijo a Lisandro
en una pelea.
(Hay quien dice que fue el comisario,
a causa de una hembra).
Y después de enterrar a su gueñi
juntito a su vieja
y afilar como luz un cuchillo,
por saber si es verdad lo que cuentan,
sin siquiera volcar una lágrima,
sin siquiera volver la cabeza,
al tranquito, montado en su bayo,
del palenque, hacia el pueblo, silbando,
silbando entre dientes,
se aleja.
Muy cerquita del rancho´e Lisandro
hay tres cruces, de dos que antes eran.
La mujer, que enfermó del disgusto,
para siempre descansa en la tierra;
y en Bahía se encuentra Lisandro,
pagando su hombrada,
metido entre rejas.
Parece que en cuanto aquel día
silbando, silbando entre dientes,
al pueblo llegara, y supo la cosa cual fuera
sin decir una sola palabra
pilló al Comisario,
cobróle su cuenta,
asestándole en medio´e la guata
una puñalada
por cada legua
que llevando el cadáver de su hijo
Lisandro anduviera...
Y la gente calcula
que del rancho´e Lisandro hasta el pueblo
hay diez y ocho legüitas, apenas.
Autor(es): MIGUEL A. CAMINO