Milonga de Don Quijote


En un lugar de La Mancha,
de cuyo nombre no me quiero acordar,
un caballero -flaco, lungo y singular-
a fuerza de morfetear libros de caballería
llegó a revirarse un día
y ya colifa el cafaña
salió a imitar las hazañas
de los broli que leía.

Dispuesto pal entrevero
calzaba facón y lanza,
un gordinflón Sancho Panza
le servía de escudero;
tenía por parejero
un tungo bichoco y rante
sentido -pero de aguante-
y el de la triste figura
lo bautizó: Rocinante...

Muy pachorriento el baturro
Sancho Panza la vivía;
para él, que andaba en la vía,
lo del Quijote era un buen curro.
Al tranquito de su burro
siguió del otro el destino,
aconsejando con tino
al jockey de Rocinante,
como cuando en vez de un gigante
el loco chuceó un molino.

El cofla salió mormoso
del lance con el molino
pero, firme en su destino,
llegó con Sancho al Toboso.
Tras morfar se le hizo el oso
a la mina, con la idea
de que esa cantina rea
fuese un castillo, y la ñata
era más que una azafata:
la bacana Dulcinea.

Así fue ese vagabundo:
rayao, pero sin malicia,
la cinchó por ver justicia
y amor de nuevo en el mundo.
Quiso la paz, fue profundo
el fruto de su sesera,
una verdad que a cualquiera
le da de prepo la salsa
cuando deschaba: ¡qué falsa,
la realidad! -si es fulera-.

Cansao de tanta aventura
(jinete del desengaño)
volvió el Quijote a su caño
y se murió de amargura.
De su lanza y su armadura,
de su flete y de su espada,
hoy por hoy, no queda nada
(como no sea este poco):
la cordura de aquel loco
nos alivió la cinchada...


Autor(es): Daniel Giribaldi, Jorge Marziali