Destino


Aquella muchachita de ojitos celestiales,
que nunca amor paterno la pobre conoció,
creció como el Nenúfar —la flor de los charcales—
mas su virtud fue tanta que el barrio adoró.
Vivió como en las tristes canciones de Carriego,
llorando su misterio, luchando sin cesar,
con el presentimiento de su destino ciego,
que, al fin... le hincó sus garras, al comenzar amar.

Tuvo un novio, cuya historia,
como ella, no sabía,
ni por qué razón impía
fue arrojado en un portal;
pero Esther era su gloria
y la quiso de tal modo
que, olvidándose de todo,
puso en ella su ideal.

Sus corazones tiernos, tan hondo se querían,
que, amantes, resolvieron unirse ante el altar,
y meditando, acaso, que así con Dios cumplían,
los vi en la noche blanca llegar al santo hogar.
Pero el destino adverso, vertiendo horribles males,
abrió una inmensa herida en su impiedad brutal...
pues un tatuaje fino, ¡dos cruces bien iguales!,
¡probaban ser hermanos con precisión fatal!...

Cruel testigo fue la noche
de aquella pasión doliente...
y cuando el sol nuevamente
su caricia dio a los dos,
en un trágico reproche
descansaban esos muertos
con los ojos bien abiertos
¡como interrogando a Dios!...


Autor(es): Juan Velich, Dante Tortonese