El vals del viudo

Tangos

Volvió a mirarla, rígida y fría,
yerta en la cama matrimonial
y entorn suave la celosía,
y en la casita,
ollas y espejos
y claraboyas
y santarritas
—menos el viejo—
todo por ella rompió a llorar.

Puso en su dedo las dos alianzas,
cuando sus canas fue a acariciar
la vio vestida de tul y organzas,
la vio chiquita,
viva y parada
sobre la almohada
y tan bonita
y enamorada
que, mansamente, salió al umbral.

“Ahora, corazón,
vendrán la aurora y las vecinas,
hijos, hermanas, nietos y primas,
los del juzgado, los telegramas,
el cura, el llanto, la espera, el drama.

Pero en tanto sólo yo sé que te has muerto
y ni siquiera el Señor sepa que es cierto,
si todos los demás
viviente te imaginan,
por un cachito más
has de vivir, viejita mía.”

Y arrinconado, solo en la puerta
ni aún la noche pudo notar,
que al lado suyo sintió a su muerta
vuelta murmullo,
resuelta en nudo,
viva y despierta,
linda de asombro
con el pasado sobre los hombros, en el zaguán.

Y un frac de plata le hizo el rocío
y el aire frío se echó a valsear
y ella, vestida de serenata,
tomó su mano,
lo ató a su talle
y en plena calle
murmuró —Vamos,
querido mío.
Y sólo un gato los vio bailar.

Autor(es): Horacio Ferrer, Jairo
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